Después
del atracón de Día de Acción de Gracias (día en donde además de dar las
gracias, ¡te dan las de grasas! porque comes como si hubieras salido de la
cárcel después de 15 años), me dio el sentimiento de culpa. Sí, ese sentimiento
de culpa que te invade luego de Navidad, de año nuevo, cuando se acerca el
verano o cuando se acerca algún evento en donde tengas que ponerte un vestido
ceñido, cuando tienes miedo de mirarte al espejo y que no quepas. Sí, ese
maldito sentimiento que las no tan flacas tenemos.
Yo soy
una de las chicas que desde antes de nacer ya estaba predestinada a luchar en
contra de la balanza. Además de los sinfín de problemas y demás bendiciones que
significaba mi llegada a la vida de mis jóvenes padres, al juntarse también traían
una potente dosis de genes, en los que se incluyen un par de gruesas piernas,
un par de grandes brazos y un poto (trasero, culo, ass... los peruanos le
llamamos poto).
Estoy segura que no soy la única que
dice “el lunes empiezo la dieta” o “un chocolate no me hará daño”, es más tengo
una legión de amigas que me siguen en esta cruzada por la solidaridad de
comelonas. Es más, he llegado a la conclusión que las anoréxicas no son
felices. No señores, no lo son. En cambio las gorditas ricotonas sí lo somos.
¿Qué sería de mí sin las galletas después de una ruptura amoroso? Una psicópata dolida.
¿Qué sería de mí sin mi pizza de los
viernes después del trabajo? Una empleada frustrada.
¿Qué sería de mí sin mi piña colada
virgen en una salida con amigos? Una antisocial
¿Qué sería de mí sin mi chocolate después
del almuerzo? Una inservible laboral.
No hay más vuelta que darle: Las
gorditas somos power. Y sí, mi felicidad se resume a los kilos que me
pienso comer en Perú.